Hay películas que no se ven, se respiran. Penélope II, de Agustín Adba, tiene esa humedad emocional, esa textura pegajosa de las noches que terminan demasiado tarde y con un dejo de perfume ajeno en la piel. Se estrenó en la Cineteca Nacional (CDMX) y, por alguna razón, parece que el aire también se vuelve más denso después de verla.
Buenos Aires, otra vez. Pero no la postal de los cafés ni las diagonales infinitas: esta es una ciudad cansada, eléctrica, donde los personajes buscan algo que no saben nombrar, un consuelo en medio del ruido. Adba no filma la ciudad, la deja transpirar. Cada esquina, cada fiesta, cada conversación con humo de cigarrillo y cerveza tibia es un intento de amar algo o a alguien antes de que el mundo se rompa del todo.
Los personajes —bellos, rotos, incompletos— viven bajo la lógica de la dopamina fácil: quieren placer sin proceso, contacto sin compromiso, intensidad sin herida. Pero Penélope II no los juzga; los acompaña. Adba se ríe de lo sagrado y convierte la pavada —un chiste compartido, un error repetido— en una forma de resistencia. Una poesía del desencanto.
El film incómodo, no busca gustar, busca doler un poco. Hay ironía, deseo, cansancio, como el que queda después de amar demasiado. Los personajes se confiesan en soledad, se abrazan en escenarios tristes, se pierden entre luces nocturnas. Todo vibra entre la nostalgia y el olvido, entre la muerte y la aventura del vivir.
Adba filma lo que queda cuando la era del individuo hedonista se agota: cuerpos que gozan sin vínculo, mentes que buscan sentido en la distracción. Pero entre tanto ruido, algo se filtra: una ternura, un reflejo. Porque sin espejo no hay yo, dice la película. Y cada personaje, con su deseo desbordado y su soledad orgullosa, funciona como espejo del otro
.Penélope II no ofrece redención. Se deja consumir. Quizás Adba no busca responder nada, solo registrar el temblor. El pulso frágil de quienes todavía creen que, entre tanta dopamina, puede existir algo parecido al amor
Texto: Gabriela Carmen Pagola.
