Cobertura del festival por @padulen Mateo Padula y @sofiojeda Sofía Agustina Ojeda.

Es Martes, 21 de Febrero, 2023. Son las 12:30, hora local de Berlín, y estoy hablando cara a cara con Steven Spielberg. Me está mirando fijo a los ojos y yo estoy mirando los suyos. Menos de dos semanas después me iba a encontrar sin hogar, sin un solo euro en mi cuenta, entumeciéndome químicamente a niveles estratosféricos para poder lidiar con una situación desesperada que nos fue impuesta a mí y a mí esposa por dos psicópatas.

Pero ahora estoy mirando a Steven Spielberg, el director que hizo Jurassic Park y Schindler’s List el mismo año. Steven, el director cuyo look es tan icónico que cuando pensamos en las palabras “Director de Cine”, pensamos en él. Director responsable de inspirar millones de carreras. Director que, cuando tenía más o menos seis o siete años y le decía a la gente que quería ser director de cine me decían “Ah, vas a ser el próximo Spielberg?” con la condescendencia que algunos tratan a un niño, sin saber que ese niño es completamente consciente de esa condescendencia y no entiende por qué se genera esta especie de desbalance de poder debido a algo tan arbitrario como la edad, como si no tuviera (muchísimo) más claro que ellos lo que quiero hacer con mi vida. Más de veinte años después, acá estoy, siendo director de cine. Y esos adultos, bueno, esos adultos probablemente se olvidaron de esos comentarios y, también probablemente, sigan pensando que todos los niños son idiotas por simple virtud de ser niños. Probablemente muchos de ellos tampoco sepan todavía qué quieren hacer con sus vidas. Le agradezco al destino haberme puesto en este camino, por más arduo y horrible y desesperanzador y conflictivo y generalmente desesperante y patético que pueda ser.

Miro a mi izquierda y veo a Sofi, mi esposa, sosteniendo el micrófono que le acaban de dar. Una de las cinco personas afortunadas en sostener ese micrófono, como si fuera un bastón de poder al que pocos tienen acceso. Durante los primeros veinte minutos de la conferencia le había rogado, a veces de mal modo, que por favor no lo pida. Me daba terror. Yo sabía que si lo pedía se lo iban a dar. Siempre la eligen para estas cosas. Sabía lo que significaba ese micrófono. A riesgo de sonar grandilocuente, sabía que significaba que estaba a pocos minutos de un momento definitorio de mi vida.

“The lady on the third row”, dice el moderador. Ella le sonríe al moderador, sabiendo que le acababa de hacer lo que coloquialmente llamamos una “argentinada”, y me pasa el micrófono a mí. No era para ella. Con pánico (y se puede ver ese pánico en el video de la conferencia de prensa), lo agarro y torpemente me levanto de mi asiento. La sorpresa del moderador se transforma en una sonrisa cómplice y yo fijo mi mirada en Steven.

Unas dos horas antes Sofi me pregunta en Brammibal Donuts si tenía alguna pregunta pensada para Spielberg. Brammibal era nuestro café de elección porque quedaba a una cuadra del Palast, donde todas las conferencias de prensa tienen lugar. Es un lugar vegano, lo cual era extremadamente conveniente, y tienen muy buenas donuts. El tamaño del café es perfecto y, al ser un café de cadena, todavía no les llegó la información (o decidieron ignorarla), que el café debe servirse a 65 grados, lo cual puede llegar a ser técnicamente correcto para lograr el mejor balance de textura y sabor pero la realidad pragmática del asunto es que eso te da tan solo una ventana de tres a cuatro minutos para tomar tu bebida antes de que se convierta en un improvisado frappuccino sin sabor a nada. “¿Tenés pensada alguna pregunta para hacerle a Spielberg?”, me dice entonces mientras le pongo azucar a mi café. Esta, quizá, es la confesión que más vergüenza me da de todas las confesiones de esta nota. Sí, tomo mi café con azúcar. No. No me importa que vos hayas dejado de tomar tus bebidas con azúcar y te sientas superior por eso. Creo profundamente en no dejar que la adultez tome control de todos los aspectos de tu vida. La vergüenza es aniquilar todo rastro de tu niño interior.

“Dale, en una hora es la conferencia, ¿No pensaste ninguna pregunta para hacerle?”, me dice. Era la vigesimotercera vez que me cuestionaba en los últimos dos días. La pregunta la tenía ya pensada hace semanas pero me negaba a contestarle. Me hacía el boludo porque siempre tuve la filosofía de que, si hay algo que deseas muy fuerte, es mejor no pensar en ello para evitar la abominable decepción que sigue después de no conseguirlo. A veces el indomitable espíritu de insistencia de mi esposa ante la falta de una respuesta clara (Dios la bendiga) le gana a cualquier tipo de filosofía barata que sostuviste toda tu vida.

Sí, okey, tengo una pregunta para hacerle. Creo que es una buena pregunta, le digo. “¿Viste la última escena de The Fabelmans, cuando Spielberg se encuentra con John Ford?”

En la conferencia de prensa me levanto torpemente y miro a los ojos al hombre que, a los 27 años, cambió Hollywood para siempre con “Jaws”.

“Hi, Steven, I’m Mateo from Argentina, nice to meet you.”

“Nice to meet you!”, contesta Spielberg. Steven Spielberg.
“So, my whole life has been film ever since I’ve had a memory, and in The Fabelmans you show a scene in your life that you’ve talked about, which is your encounter with John Ford.”

John Ford fue, por si no saben, uno de los directores más importantes de la historia del cine. Spielberg, a los 17 años, cuando todavía no era nadie, tuvo un breve encuentro con él que lo marcó por el resto de su vida.

Spielberg asiente, quizá pensando que lo que sigue es alguna pregunta técnica sobre su película.

“Uh— this is, in a way, my John Ford encounter.”

Spielberg me sonríe y, en uno de los momentos más alegres de mi vida, me doy cuenta que tanto Steven como yo estamos en la misma frecuencia. Lo que muchos le acusan a Spielberg de sentimentalismo barato yo le llamo vulnerabilidad y coraje.

“So I was wondering what would you say to an asp— to a young director.”

Spielberg, con la rapidez mental obligatoria para un director de su calibre, responde inmediatamente con la respuesta más icónica de toda la conferencia de prensa.

“Well, I’m not gonna say get the fuck out of my office”.

Las trescientas personas dentro del cuarto, incluyendo al moderador de la pregunta e incluyendo a un nervioso Mateo Padula al borde del colapso total de todo su sistema nervioso, se estallan de risa.

Meses después la gente me sigue preguntando cómo mantuve la compostura para hacerle la pregunta, cómo es que no me puse nervioso. No recuerdo haberle hecho la pregunta. La veo en video y, aún hoy en día, siento despersonalización. Se siente como un sueño pero, dicho esto, paradójicamente, al mismo tiempo, y a riesgo de sonar arrogante, creo que no me puse nervioso porque no tenía razones para ponerme nervioso. Steven Spielberg se siente tan parte de mi mundo como yo del suyo. Nuestro mundo es contar historias mediante el cine, nuestra obsesión desde que tenemos memoria. No hay otra cosa posible. No hay forma de que este tren se desvíe. A veces el tren anda lento, a veces va a toda velocidad, a veces se frena sin que nadie se lo pida, a veces frena porque es necesario frenarlo por factores externos. Nunca es lindo cuando frena porque luego hay que hacerle un fuerte mantenimiento. A veces hasta parece que el conductor de este tren está bajo la influencia de metanfetamina y está haciendo todo el esfuerzo posible para descarrilarlo por completo. Pero no hay otro carril. El tren llegará a destino o se descarrilará por negligencia, pero no se puede desviar porque no hay otro carril. No importa cuánto esfuerzo el mundo haga para tratar de desviarlo, no importa cuantas veces escuché de chico “Bueno, vas a ver, todavía sos chico, no sabes lo que querés” o cuantas veces escuché de más grande “Fijate de estudiar alguna otra carrera para mantenerte, como Ingeniería” (en la secundaria se descubrió que era excepcionalmente bueno en física), o cuántas veces me pasaron cosas que deberían haberme matado. No me puedo morir porque tengo una misión que cumplir.

Dos semanas más tarde perdimos todo lo que teníamos: nuestra casa, muchas de nuestras pertenencias más queridas y, siendo extremadamente modesto al respecto de esta última, una considerable parte de nuestra salud mental; dandole así comienzo a lo que sería luego el año más difícil de nuestras vidas en un incidente del que no puedo dar muchos detalles porque nos encontramos iniciando acciones legales con los responsables de nuestra desgracia en una batalla que espero ganar.

Para forjar una espada uno debe calentarla acercando el acero a los 1000 grados, darle golpes con un martillo, y luego sumergir el acero en agua fría. Este proceso debe repetirse unas cuantas veces. Dependiendo de la habilidad del herrero, la espada puede romperse en el proceso o convertirse en un arma que le pueda dar batalla a excalibur.

Desde que llegué a Berlín me siento un rectángulo de acero siendo forjado. En Enero a mi esposa la echaron de su trabajo, dejándonos en una situación económica crítica. 1000 grados. Luego, la desesperación económica. Golpes del herrero. En febrero, en uno de los últimos días de la Berlinale, luego de una función de Naked Lunch tuvimos, por total casualidad, una conversación de lo más agradable con uno de nuestros héroes del cine contemporáneo, Ari Aster. Agua fría. Luego de nuestra agradable conversación, nos fuimos con Sofi al bar de abajo de lo que en ese momento llamábamos nuestro hogar y nos pedimos dos whiskys dobles con coca. Antes de entrar a la casa nos miramos y nos dimos cuenta que todavía no estábamos listos para subir y tratar de dormir. Necesitábamos una transición, un descanso, una charla para tratar de resolver lo que estaba viviendo.

Silencio total. Nos comunicamos no verbalmente.

Casi diez años de depresión no tratada habían hecho que el tren anduviera sin maquinista. Cada tanto, como por un envión del viento o la casualidad absoluta, el tren avanzaba unos durmientes. La vía estaba clara y el destino también, pero nadie lo estaba manejando. Sofi lo sabía, yo lo sabía. Todos los que me conocían desde que filmaba cortos a los ocho años con la cámara de mis padres lo sabían. Había algo roto en mí que necesitaba repararse. Pero la experiencia de conocer a todas estas personas y experimentar la sensación de que yo era tan parte de ese mundo como ellos había sido una especie de gran entrevista de trabajo para un nuevo maquinista. Y me gustaba este nuevo maquinista. Parecía simpático. El acero se sacó del fuego y se metió en agua fría. El alivio.

La miro a Sofi y le digo: “Soy parte de este mundo. Estoy listo para volver a intentar. No puedo seguir teniendo miedo. Me cansé del miedo.”, y lo dije de verdad. Ambos nos miramos y nos sonreímos.

“Zwei Whisky-Kola, doppelt”, dice la moza cuando apoya nuestras bebidas en la mesa en la que nos sentábamos siempre.

Esperamos que se vaya y nos miramos fijo.

“Prost”, y chocamos nuestros vasos.

Lo que no sabía era que faltaban esos fatídicos 1000 grados de nuevo. Y luego de los 1000 grados, cuando el acero está más caliente que nunca, el herrero debe agarrar su martillo y, poniendo ese rectángulo rojo en el yunque, darle con toda su fuerza y precisión para forjarlo. Una y otra vez debe golpear ese rectángulo rojo para fortalecerlo. Una. Y otra. Y otra vez. Me imagino un herrero noble, de amor duro, manchado de grasa, cicatrizado por años de lidiar con materiales peligrosos en temperaturas insoportables. Desde el punto de vista del rectángulo toda la experiencia es una tortura, pero hay que confiar en el proceso. Hay que confiar en el herrero. Su peor pesadilla es que la futura espada se rompa por un golpe mal puesto. Su sueño es forjar la espada más fuerte que jamás se haya visto. Hay que confiar en el herrero.

Una semana más tarde de ese brindis, luego de escapar una situación en la que nuestras vidas (y la de nuestra pobre, estúpidamente linda gatita) corrieron peligro y refugiarnos en una casa que muy amablemente nos prestó una amiga, vi todas las pertenencias que logramos recuperar tiradas en el living de esa casa. Todas tiradas con el descaro que caracteriza una situación de emergencia absoluta. Toda nuestra ropa apilada en un sofá, acercándose al metro y medio de altura, todos mis lentes y cámaras, mis libros, sus libros, los marcadores, pinceles y dibujos de Sofi, unas mochilas, unas valijas, fotos de un photoautomat que habíamos sacado cuando mis padres vinieron a visitarnos y que ahora se sentían tan lejanas como el brindis de aquella noche. Todo tirado en un living sin orden aparente. Todo tirado como si nada de eso tuviera valor alguno. La emergencia había terminado pero la pesadilla acababa de comenzar. Tanto te gustaban las películas de terror, me dice el maquinista, qué tal si te llevo de paseo por un carril embrujado por un rato.

Me siento a comer unas milanesas con puré que Sofi preparó con amor ya que (aunque cueste admitirlo por ser criado con la idea de el estoicismo como la única posibilidad para un hombre) probó sin dudas ser la más emocionalmente fuerte de los dos.

No sé si voy a poder comer, tengo como nauseas, le digo. Miro las milanesas y le doy un bocado. Me empiezo a sentir mal. Nunca me desmayé en mi vida pero creo que se debe sentir parecido a cómo me sentí en ese momento.

¿Me perdonas?, me parece que no puedo comer.

Me dice que tranquilo, que me acueste un rato, que seguro se me va a pasar.

Me voy a acostar a la cama que queda a unos pocos metros de la cocina.

Algo me posee. No sé bien qué. Pero una fuerza vino de adentro y lo que siguió fue un aullido desgarrador de tristeza que duró veinte eternos minutos. Sofi vino corriendo y me abrazó.

Qué feo. Qué feo. Qué feo. El living. Esta todo en el living. Qué feo.

Tranquilo. Tranquilo. Vamos a salir de esto.

Pura maldad. Esto fue pura maldad. La vi. Nunca había visto esa mirada.

Tranquilo. Descargá. Estamos juntos.

Nunca lloré así en mi vida. Espero no sentir esa fuerza dentro mío nunca más. Los golpes del herrero habían sido más fuertes que nunca. Pensé que finalmente me iba a romper.

Tres meses y medio más tarde volví a llorar, pero esta vez de alivio. Teníamos un hogar de nuevo. Esta vez era nuestro. Contrato indefinido.

Luego del proceso de forjado hay que afilar la espada, el momento en el que se define todo.

No sé si ya estoy en ese proceso. Está el alivio del agua fría y está la tortura de los 1000 grados de temperatura y los golpes. Según tengo entendido, los últimos golpes antes del afilado son los más fuertes. Pero el afilado es agradable. Es sacar lo que sobra. Pulir. El acero no se rompe a esa altura. Solo se refina.

Me acabo de enterar que el invitado especial para la Berlinale que sigue es Martin Scorsese. Esperemos que no sea el alivio del agua fría, sino el primer corte fino de una espada afilada por el mejor herrero que el mundo ha visto.

Deséenme suerte.

M.

Cobertura del festival por @padulen Mateo Padula y @sofiojeda Sofía Agustina Ojeda.