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Temple of Love, the exhibition dedicated to Rick Owens at the Palais Galliera, is not a fashion show. It is a liturgy. A descent — and an ascent — through the tunnels of a sensibility that does not attempt to order the world but to rupture it. To expose it. To reconfigure it through the shapeless, the brutal, the spectral. At the center: the body. Not as a vehicle of desire, but as the relic of a metaphysical battle — the struggle of inhabiting a present wounded by ugliness, by violence, by the hollow repetition of signs.
Owens does not design garments. He intervenes in flesh. He is a liturgical artist in an era that has forgotten the sacred. Like Huysmans, whose taste for decadence and mysticism echoes throughout his work, Owens constructs a universe where excess is not consumption but supplication. Where darkness does not suggest evil, but the density of experience.
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From his early beginnings in Los Angeles to his move to Paris, his trajectory does not map a linear evolution but an accumulation of layers — geological, emotional, symbolic. His silhouettes, closer to sculptural gestures than textile design, fold in on themselves like prayers. There is in them a will to resist time: to defy ephemerality through form, but also through ruin. Owens often works with salvaged materials — military blankets, discarded bags — not as aesthetic statement, but as one who builds with remnants.
Black, dust, concrete. The color “dust,” which he himself named, is not a stylistic choice: it is an ontological tone. It evokes the dust of bodies, the ashes of history. It is the synthesis of an aesthetic where the inert, the dry, the rough become matter for love. Because love, for Owens, is not sweetness but steel. Not ornament, but architecture.
And thus the museum becomes a temple. Not through monumentality, but through devotion. The brutalist sculptures in the garden, the exposed and veiled bodies, the recreated Californian bedroom shared with Michèle Lamy (his partner, his oracle, his mirror) compose an intimate geography, where every object is a reliquary, every texture a meditation. The sequin-draped façade of the Palais Galliera becomes a second skin: a metaphor of artifice as an act of faith.
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References to Beuys, Moreau, and Parrino do not illustrate — they converse. They form part of the secret genealogy of a body of work that operates in the threshold between art and life, between the sacred and the profane, between what is worn and what is revealed. Because at the heart of this exhibition there is no retrospective, but a question: how do we clothe the invisible? How do we turn the body into an altar, and fabric into offering?
In a world saturated with noise, Temple of Love is an act of contemplation. It is not fashion. It is a liturgy of excess. A prayer made of folds. An ode to love as a radical form of construction.
The exhibition is on view at the Palais Galliera in Paris through January 3rd, 2026.
La muestra Temple of Love, dedicada a Rick Owens en el Palais Galliera, no es una exposición de moda. Es un acto litúrgico. Un descenso —y ascenso— por los túneles de una sensibilidad que, lejos de ordenar el mundo, lo desgarra. Lo desnuda. Lo reconfigura a través de lo informe, lo brutal, lo espectral. En el centro, el cuerpo. No como vehículo de deseo, sino como vestigio de una batalla metafísica: la de habitar un presente herido por la fealdad, por la violencia, por la repetición vacía del signo.
Owens no diseña prendas. Interviene la carne. Es un artista litúrgico en una época que ha olvidado lo sagrado. Como Huysmans, de quien toma el gusto por lo decadente y lo místico, Owens construye un universo donde el exceso no es consumo, sino súplica. Donde la oscuridad no remite al mal, sino a la densidad de la experiencia.
Desde sus comienzos en Los Ángeles hasta su instalación en París, su trayectoria no traza una progresión, sino una acumulación de capas: geológicas, emocionales, simbólicas. Las siluetas, más cercanas al gesto escultórico que al diseño textil, se pliegan sobre sí mismas como plegarias. Hay en ellas una voluntad de eternidad: un deseo de resistir el paso del tiempo a través de la forma, pero también a través del desecho. Owens trabaja con materiales recuperados —mantas militares, bolsas recicladas— no por capricho estético, sino como quien edifica con ruinas.
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El negro, el polvo, el cemento. El color "dust", que él mismo ha nombrado, no es una moda: es un tono ontológico. Remite al polvo de los cuerpos, a la ceniza de los tiempos. Es la síntesis de una estética donde lo inerte, lo seco, lo áspero se vuelven materia de amor. Porque el amor, para Owens, no es dulzura sino temple. No es adorno, sino arquitectura.
Y así el museo se vuelve templo. No por monumental, sino por devoción. Las esculturas brutalistas en el jardín, los cuerpos cubiertos y expuestos, la habitación compartida con Michèle Lamy (su compañera, su oráculo, su espejo) constituyen una geografía íntima donde cada objeto es un relicario, cada textura una meditación. La fachada del Palais Galliera, envuelta en lentejuelas, se convierte en una piel vibrante: una metáfora del artificio como acto de fe.
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Las referencias a Beuys, Moreau y Parrino no ilustran: dialogan. Son parte de la genealogía secreta de una obra que opera en el umbral entre arte y vida, entre lo sagrado y lo profano, entre lo que se viste y lo que se revela. Porque en el corazón de esta muestra no hay una retrospectiva, sino una pregunta: ¿cómo vestir lo invisible? ¿Cómo hacer del cuerpo un altar, y de la tela una ofrenda?
En un mundo saturado de ruido, Temple of Love es un gesto de recogimiento. No es moda. Es una liturgia del exceso. Una plegaria hecha pliegue. Una oda al amor como forma radical de construcción.
La muestra puede visitarse en el Palais Galliera de París hasta el 3 de enero de 2026.
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