Ozzy Osbourne no murió hoy. Murió mil veces y volvió. Murió cuando se quedó dormido en la habitación equivocada en Nashville. Cuando arrancó la cabeza a un murciélago. Cuando un avión cayó sobre su bus de gira. Cuando intentó estrangular a su esposa. Cuando MTV lo convirtió en meme antes de que existiera la palabra. Pero esta vez sí: el Príncipe de las Tinieblas se fue. Tenía 76 años. Y se fue como vivió: sin pedir permiso, con un último show en Birmingham y un trono negro como altar.

Inventó el heavy metal casi sin saberlo, desde un garage obrero en Birmingham con más hambre que talento y un sistema de sonido que su padre le compró tras verlo volver de prisión. Con Black Sabbath fundó una liturgia del exceso, el volumen y el presagio. Pero no era un nihilista. Era un chico sensible que no entendía la escuela, ni el mundo, ni su propia mente dispersa. Ozzy no actuaba satánico: solo quería sobrevivir a la angustia con ruido.

Y lo hizo. Con “Paranoid”, con “Iron Man”, con esos riffs que sonaban a apocalipsis industrial, a cuerpos colapsando en fábricas, a Dios escapando por la chimenea. En los 80, tras ser expulsado de Sabbath, Ozzy se volvió más grande que Sabbath. “Blizzard of Ozz” y su "Crazy Train" fueron prueba de que el show podía continuar incluso si estabas en ruinas por dentro.

Fue también una figura tragicómica. A veces entrañable, otras impresentable. Héroe y villano de su propio biopic. Un día lideraba Ozzfest con Slipknot y Pantera; al siguiente, preparaba huevos revueltos con kimono de leopardo en un reality de MTV. “The Osbournes” mostró que el monstruo sabía reírse de sí mismo. Que era torpe, disléxico, adicto, violento, adorable, caótico y sobre todo, humano. La cultura pop lo entendió tarde: Ozzy era uno de los suyos.

Muchos lo querían ver caer, pero Ozzy caía como un gato: hacía ruido, pero siempre caía de pie. Hasta cuando orinó el Álamo vestido con la ropa de Sharon, o cuando confundía el control remoto con un teléfono. “Soy un hombre de familia”, dijo en los 90, como quien pide perdón por su leyenda. En su casa lo sabían: el demonio era también papá, abuelo, esposo, un tipo que solo quería estar bien sin saber cómo.

Osbourne en 1973. Fue incluido en el Salón de la Fama del Rock & Roll dos veces, como miembro de Black Sabbath en 2006 y como solista en 2024.

Lo amaron artistas tan distintos como Billy Corgan, Lars Ulrich o John Darnielle. No por su voz (que era más aullido que canto), sino por su insistencia emocional, su oscuridad con corazón. Era imposible imitarlo porque lo suyo no era técnica: era fealdad honesta. “Ese sonido lo escuché a los 8 años y nunca lo superé”, dijo Corgan. Ozzy tenía esa cualidad extraña: ser vulnerable incluso cuando rugía.

Fue un sobreviviente en la forma más literal y absurda. Pasó décadas intoxicado con lo que fuera. Tuvo parkinsonismo, accidentes casi mortales, recaídas públicas, arrestos, juicios, intentos de asesinato, una gira llamada No More Tours… y otra llamada No More Tours II. Se cayó mil veces. Siempre volvió. Su cuerpo se fue apagando, pero el mito ya vivía por separado. Era inmortal antes de morir.

Osbourne, a la izquierda, de gira en 1981 con el guitarrista Randy Rhoads.

Hoy lo despedimos sabiendo que no habrá otro igual. Que Ozzy fue una anomalía bella, un síntoma de algo más profundo que el metal, que el escándalo, que la TV. Fue un artista que no actuaba. Era él, sin filtros ni imposturas. Se va el que le mordió la cabeza a un murciélago, sí, pero también el que lloró en su último show sentado en un trono, mirando al público como si fuera su primera vez. Y quizás lo era. Porque Ozzy Osbourne, al final, nunca dejó de ser ese chico que solo quería cantar para espantar el miedo.