Interview: Delfina Martinez Mendiberry @finita_

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Imaginá un local diminuto frente a la majestuosidad del Palacio Duhau, en el corazón de Buenos Aires. Corre el año 2011, y Julián Bedel, sin un plan de negocios ni un peso de sobra, se lanza a una aventura que cambiaría el juego de las fragancias para siempre. No quería vender perfumes; quería pintar con aromas, esculpir memorias, capturar la esencia de la naturaleza y el arte en un frasco. Así nació Fueguia, una marca que hoy es reverenciada en ciudades como París, Milán, Tokio, Nueva York y más allá. Esto no es solo una historia de éxito: es un viaje sensorial que huele a rebeldía, intuición y magia pura.

“Todo empezó por un amigo que me ofreció ese local en Alvear”, cuenta Julián con una chispa en la mirada, como si aún no creyera su propia suerte. “No tenía un mango, pero sí una obsesión: crear algo que no existiera. Algo que no fuera solo un perfume, sino una experiencia que te atravesara como un rayo”. Y así, como un alquimista moderno, comenzó a mezclar botánicos argentinos, a destilar esencias de ramas, hongos y hasta residuos olvidados, transformándolos en fórmulas que son, en sus palabras, “obras de arte disfrazadas de perfume”.

Criado entre los olores del taller de su padre escultor —thinner, aceite de lino, maderas y metales—, Julián no tiene formación académica, pero sí un olfato prodigioso y una curiosidad insaciable. “Oler es más íntimo que tocar o mirar. Lo que huelo me define”, dice con la precisión de un poeta. Aprendió a construir sus propias máquinas de destilación, quemó ahorros en su primera compra y, tras mil errores, encontró la libertad de crear sin reglas. “Esa máquina me dejó en la lona, pero me dio alas”.

‍Imagine a tiny shop facing the grandeur of Palacio Duhau, in the heart of Buenos Aires. It’s 2011, and Julián Bedel, without a business plan or a dime to spare, embarks on an adventure that would forever change the fragrance game. He didn’t want to sell perfumes; he wanted to paint with scents, sculpt memories, capture the essence of nature and art in a bottle. Thus, Fueguia was born—today a brand revered in cities like Paris, Milan, Tokyo, New York, and beyond. This is not just a success story; it’s a sensory journey that smells of rebellion, intuition, and pure magic.

“It all started with a friend offering me that little shop on Alvear,” Julián recalls with a spark in his eyes, as if he still can’t believe his own luck. “I had no money, but I had an obsession: to create something that didn’t exist. Something that wasn’t just a perfume, but an experience that would hit you like lightning.” And so, like a modern-day alchemist, he began blending Argentine botanicals, distilling essences from branches, mushrooms, and even forgotten waste, transforming them into formulas that, in his words, are “works of art disguised as perfume.”

Raised among the smells of his sculptor father’s workshop—thinner, linseed oil, wood, and metal—Julián had no academic training, but he had an extraordinary nose and an insatiable curiosity. “Smelling is more intimate than touching or seeing. What I smell defines me,” he says with the precision of a poet. He learned to build his own distillation machines, burned his savings on his first purchase, and, after countless mistakes, found the freedom to create without rules. “That machine broke me, but it gave me wings.”

El boca a boca fue su mejor aliado. Músicos, artistas, CEOs y turistas curiosos cruzaban la puerta de su local en Alvear, atraídos por el aura de algo único. Un día, el DJ del Andaz Tokyo se convirtió en su inesperado embajador. “Me llama Juliana, mi amiga, y me dice: ‘Prepárate, que va la mujer de Steve Jobs’. Yo, en shock, le digo: ‘¿Qué hace acá?’. ‘Va a la Antártida, para en Buenos Aires’. Entró, olió, y se enamoró. Ahora nos compra para todas sus casas en Estados Unidos”. Encuentros como este, fortuitos pero mágicos, tejieron la red de Fueguia, una marca con raíces argentinas y un alma que conquista el mundo.

Hoy, Julián no solo lidera una red de galerías que son templos olfativos, sino que está dando un paso más con Fueguia Botany, un proyecto en Cerdeña que es pura vanguardia. Allí, entre drones de mapeo, jardines comestibles y tractores compartidos con la comunidad, transforman residuos en tesoros. “Cáscaras de naranja, café usado de hoteles... Lo destilás y tenés un aceite increíble. Luego le enseñás eso a un pibe que quiere crear su marca, le prestás la máquina, y cambiás vidas”.

Sin gerentes ni jerarquías, Julián dirige Fueguia como un círculo, con él en el centro, como un mago que mezcla ciencia, intuición y un toque de locura. “El fondo del lago puede ser un tesoro”, dice, y su voz destila convicción. En cada frasco, en cada galería, en cada proyecto, Julián Bedel no solo crea aromas: crea mundos. Y el mundo, fascinado, no puede dejar de olerlos.‍

Word of mouth was his greatest ally. Musicians, artists, CEOs, and curious tourists crossed the threshold of his shop on Alvear, drawn by the aura of something unique. One day, the DJ from Andaz Tokyo became his unexpected ambassador. “Juliana, my friend, calls me and says, ‘Get ready, Steve Jobs’s wife is coming.’ I’m in shock and ask, ‘What’s she doing here?’ ‘She’s going to Antarctica, stopping in Buenos Aires.’ She came in, smelled, and fell in love. Now, she buys for all her houses in the United States.” Serendipitous but magical encounters like this wove Fueguia’s network, a brand with Argentine roots and a soul that’s conquering the world.

Today, Julián not only leads a network of galleries that serve as olfactory temples, but he’s also taking Fueguia one step further with Fueguia Botany, a project in Sardinia that is pure avant-garde. There, among mapping drones, edible gardens, and tractors shared with the community, they transform waste into treasure. “Orange peels, used coffee from hotels... You distill it, and you get an amazing oil. Then you teach a kid who wants to create his own brand, lend him the machine, and change lives.”

Without managers or hierarchies, Julián runs Fueguia like a circle, with him at the center, like a magician blending science, intuition, and a touch of madness. “The bottom of the lake can be a treasure,” he says, his voice filled with conviction. In every bottle, in every gallery, in every project, Julián Bedel doesn’t just create scents—he creates worlds. And the world, fascinated, can’t stop smelling them.